viernes, 2 de noviembre de 2012

Ante el Cristo yacente de Víctor de los Ríos

El tema de Cristo yacente ha tentado a todos nuestros imagineros del gran siglo y a algunos escultores posteriores.
Realmente, el más tremendo instante de la Pasión es atrayente para el arte por su hondo sentido humano, en que Dios ha llegado al límite máximo de ser Hombre para mostrarse de nuevo y para siempre como Divinidad. Jesús, el ser humano, ha alcanzado el final de su sacrificio redentor. Su cuerpo transitorio ha agotado todas sus resistencias materiales y ha venido a ser un cadáver como cualquiera de los pecadores que le rodean, pero martirizado por la salvación de éstos; de ese cadáver humano y perecedero, ya cumplida la misión terrestre como hombre, se alzará sobre las almas, arrepentidos y esperanzadas, el integro y radiante Dios Todopoderoso de la Resurrección...
Era preciso en la figura de Cristo yacente captar estéticamente ese difícil momento en que sobre el Hombre muerto con todo el dolor humano, para lo humano redimir, pesa la afrenta del patíbulo, para que, junto al máximo sufrimiento físico, se uniera la máxima humillación moral en una misma injusticia, y, a la vez, mostrar en su serenidad deífica Ia presencia próxima y latente de Dios, redentor de sus criaturas.
Dejando de un lado toda comparación odiosa en arte, aunque el de Víctor de los Ríos-tan entrañablemente español por su convivencia de lo culto y lo popular- resiste todas, hasta el enfrentarlo con los más grandes imagineros del Siglo de Oro, cuyo espíritu ha encarnado en él para mayor gloria de Dios, hay un aspecto trascendental en su nuevo Cristo yacente, que quiero subrayar como originalísimo en estas cuartillas.
Hasta ahora, descontando escasísimos ejemplos donde se ha procurado la emoción dramática, con un fino ser sentido de lo popular en los Cristos yacentes contorsionados caprichosamente o ensangrentados de modo, espectacular hemos carecido de una imagen del momento final de la Pasión de Cristo, como hombre, que tuviera un profundo y trágico realismo, limitado a la más lograda evocación cadavérica.
La mayoría de los Cristos yacentes aparecen muertos con una flexible irrealidad. Sus cadáveres, con una sensación de muerte natural, más con demacración de fiebre que de martirio, alejando idea de la tensión horrenda de la última escena de la Pasión que tan en nuestros corazones y en nuestras almas debemos tener.
Víctor de los Ríos ha superado plenamente este aspecto de Cristo yacente, consiguiendo tras lento estudio cuidadosamente, con su originalidad y su alto espíritu religioso, tan puro como el de un Murillo o un Martínez Montañés, el único cadáver del Hombre en que encarnó Dios tal como debió de ser.
Evoquemos dolorosamente el inolvidable crimen del Gólgota, en que para mayor dolor la injusticia de las leyes humanas triunfó.
Cuando las tres Marías, San Juan, el discípulo amado, Nicodemus y José de Arimatea se llegan a la Cruz-símbolo de ignominia que se transforma por el Redentor en signo de salvación-se hallar pendientes de ella el cuerpo humano, en que ha encarnado el Salvador, colgantemente desgarrado, frío, anquilosadas las contracciones de los músculos y de las articulaciones, en los terribles dolores últimos, con distensiones que perforan el humano Cuerpo Divino.
María, que, como Madre del Hombre y de lo hombres, ha sufrido, en sus siete e incontables dolores, el martirio y la muerte afrentosa de su Hijo, recibe, en sus brazos, cuando terminada la injusta y nefanda ejecución, se alejan los verdugos no ese cadáver suave y blanco, estrictamente armonizado en sus formas expresivas que, como es natural, ha aceptado el arte, sino el cuerpo yerto, con las distensiones envaradas del martirio, los hombros desencajados, las piernas contraídas, las manos y los pies magullados, con la hinchazón producida por los bárbaros golpes de Ia Crucificación ; el rostro y Ia carne toda violáceos, cárdenos, helados tras la agonía... Esta es la gran conquista artística y humana de Víctor de los Ríos en su Cristo yacente del Paso de Ia Virgen de las Angustias de Hellín.
Así, así. Así está el Cristo yacente de Víctor de los Ríos. Reflejando ese tremendo dolor humano. Pero dejando también latente otro más cruel aún :  el de su Divina Madre que se presiente.
Ese cadáver descolgado de la Cruz, que es cl Cristo yacente, de Víctor de los Ríos, parece que tiene las huellas de sus manos, que han pro curado embellecerlo con maternal amor.
El triste y martirizado cuerpo descolgado de la Cruz no debe presentar las huellas a afrentosas del patíbulo. María y sus acompañantes procuran colocar los brazos a lo largo del cuerpo, estirar las piernas encogidas, separar los pies clavados a la vez, elevar el torso hundido, colocándolo sobre cualquier túnica doblada, cerrando en lo posible los ojos que, bendiciendo a sus asesinos, nubló la agonía. Pero quedan las huellas imborrables: los hombros desencajados, las manos martirizadas, las piernas con los tendones contraídos, las heridas sangrantes, ya secas... María, la dolorosa Madre, y quienes descuelgan a Cristo de la Cruz, han tratado de borrar las señales del infamante patíbulo en aquel cadáver que se alzara de modo sobrenatural proclamando, precisamente en esta Cruz, la única verdad eterna.
Y ese es el momento elegido por Víctor de los Ríos para crear su Cristo yacente, el que ningún escultor hasta ahora había percibido en toda su integridad. He aquí el verdadero Cristo yacente en que el Hombre ha muerto hasta lo máximo y el Dios se anuncia, salvadoramente inmutable, por los siglos de los siglos.